martes, 4 de diciembre de 2012

CARTA DE SIGMUND FREUD A EINSTEIN


EL POR QUÉ DE LAS GUERRAS SIGMUND FREUD CARTA A EINSTEIN

Carta del Dr Freud al profesor Einstein sobre la violencia y la guerra 
Dr. Sigmund Freud. Viena, septiembre de 1932
19.03.2003 enviar artículo imprimir página

Viena, setiembre de 1932


Estimado profesor Einstein:


Cuando me enteré de que usted se proponía invitarme a un intercambio de ideas sobre un tema que le interesaba y que le parecía digno del interés de los demás, lo acepté de buen grado. Esperaba que escogería un problema situado en la frontera de lo cognoscible hoy, y hacia el cual cada uno de nosotros, el físico y el psicólogo, pudieran abrirse una particular vía de acceso, de suerte que se encontraran en el mismo suelo viniendo de distintos lados.

Luego me sorprendió usted con el problema planteado: qué puede hacerse para defender a los hombres de los estragos de la guerra. Primero me aterré bajo la impresión de mí -a punto estuve de decir «nuestra»- incompetencia, pues me pareció una tarea práctica que es resorte de los estadistas.

Pero después comprendí que usted no me planteaba ese problema como investigador de la naturaleza y físico, sino como un filántropo que respondía a las sugerencias de la Liga de las Naciones en una acción semejante a la de Fridtjof Nansen, el explorador del Polo, cuando asumió la tarea de prestar auxilio a los hambrientos y a las víctimas sin techo de la Guerra Mundial.

Recapacité entonces, advirtiendo que no se me invitaba a ofrecer propuestas prácticas, sino sólo a indicar el aspecto que cobra el problema de la prevención de las guerras para un abordaje psicológico.

Pero también sobre esto lo ha dicho usted casi todo en su carta. Me ha ganado el rumbo de barlovento, por así decir, pero de buena gana navegaré siguiendo su estela y me limitaré a corroborar todo cuanto usted expresa, procurando exponerlo más ampliamente según mi mejor saber -o conjeturar-.

Comienza usted con el nexo entre derecho y poder. Es ciertamente el punto de partida correcto para nuestra indagación. ¿Estoy autorizado a sustituir la palabra «poder» por «violencia» {«Gewalt»}, más dura y estridente? Derecho y violencia son hoy opuestos para nosotros.

Es fácil mostrar que uno se desarrolló desde la otra, y si nos remontamos a los orígenes y pesquisamos cómo ocurrió eso la primera vez, la solución nos cae sin trabajo en las manos. Pero discúlpeme sí en lo que sigue cuento, como si fueran algo nuevo, cosas que todos saben y admiten; es la trabazón argumental la que me fuerza a ello.

Pues bien; los conflictos de intereses entre los hombres se zanjan en principio mediante la violencia. Así es en todo el reino animal, del que el hombre no debiera excluirse; en su caso se suman todavía conflictos de opiniones, que alcanzan hasta el máximo grado de la abstracción y parecen requerir de otra técnica para resolverse. Pero esa es una complicación tardía.

Al comienzo, en una pequeña horda de seres humanos, era la fuerza muscular la que decidía a quién pertenecía algo o de quién debía hacerse la voluntad. La fuerza muscular se vio pronto aumentada y sustituida por el uso de instrumentos: vence quien tiene las mejores armas o las emplea con más destreza.

Al introducirse las armas, ya la superioridad mental empieza a ocupar el lugar de la fuerza muscular bruta; el propósito último de la lucha sigue siendo el mismo: una de las partes, por el daño que reciba o por la paralización de sus fuerzas, será constreñida a deponer su reclamo o su antagonismo. Ello se conseguirá de la manera más radical cuando la violencia elimine duraderamente al contrincante, o sea, cuando lo mate. Esto tiene la doble ventaja de impedir que reinicie otra vez su oposición y de que su destino hará que otros se arredren de seguir su ejemplo. Además, la muerte del enemigo satisface una inclinación pulsional que habremos de mencionar más adelante.

Es posible que este propósito de matar se vea contrariado por la consideración de que puede utilizarse al enemigo en servicios provechosos si, amedrentado, se lo deja con vida. Entonces la violencia se contentará con someterlo en vez de matarlo. Es el comienzo del respeto por la vida del enemigo, pero el triunfador tiene que contar en lo sucesivo con el acechante afán de venganza del vencido y así resignar una parte de su propia seguridad.

He ahí, pues, el estado originario, el imperio del poder más grande, de la violencia bruta o apoyada en el intelecto. Sabemos que este régimen se modificó en el curso del desarrollo, cierto camino llevó de la violencia al derecho. ¿Pero cuál camino? Uno solo, yo creo. Pasó a través del hecho de que la mayor fortaleza de uno podía ser compensada por la unión de varios débiles. «L'union fait la force».

La violencia es quebrantada por la unión, y ahora el poder de estos unidos constituye el derecho en oposición a la violencia del único. Vemos que el derecho es el poder de una comunidad. Sigue siendo una violencia pronta a dirigirse contra cualquier individuo que le haga frente; trabaja con los mismos medios, persigue los mismos fines; la diferencia sólo reside, real y efectivamente, en que ya no es la violencia de un individuo la que se impone, sino la de la comunidad.

Ahora bien, para que se consume ese paso de la violencia al nuevo derecho es preciso que se cumpla una condición psicológica. La unión de los muchos tiene que ser permanente, duradera. Nada se habría conseguido si se formara sólo a fin de combatir a un hiperpoderoso y se dispersara tras su doblegamiento. El próximo que se creyera más potente aspiraría de nuevo a un imperio violento y el juego se repetiría sin término.

La comunidad debe ser conservada de manera permanente, debe organizarse, promulgar ordenanzas, prevenir las sublevaciones temidas, estatuir órganos que velen por la observancia de aquellas -de las leyes- y tengan a su cargo la ejecución de los actos de violencia acordes al derecho.

En la admisión de tal comunidad de intereses se establecen entre los miembros de un grupo de hombres unidos ciertas ligazones de sentimiento, ciertos sentimientos comunitarios en que estriba su genuina fortaleza.

Opino que con ello ya está dado todo lo esencial: el doblegamiento de la violencia mediante el recurso de trasferir el poder a una unidad mayor que se mantiene cohesionada por ligazones de sentimiento entre sus miembros. Todo lo demás son aplicaciones de detalle y repeticiones.

Las circunstancias son simples mientras la comunidad se compone sólo de un número de individuos de igual potencia. Las leyes de esa asociación determinan entonces la medida en que el individuo debe renunciar a la libertad personal de aplicar su fuerza como violencia, a fin de que sea posible una convivencia segura.

Pero semejante estado de reposo {Ruhezustand} es concebible sólo en la teoría; en la realidad, la situación se complica por el hecho de que la comunidad incluye desde el comienzo elementos de poder desigual, varones y mujeres, padres e hijos, y pronto, a consecuencia de la guerra y el sometimiento, vencedores y vencidos, que se trasforman en amos y esclavos. Entonces el derecho de la comunidad se convierte en la expresión de las desiguales relaciones de poder que imperan en su seno; las leyes son hechas por los dominadores y para ellos, y son escasos los derechos concedidos a los sometidos. A partir de allí hay en la comunidad dos fuentes de movimiento en el derecho {Rechtsunruhe}, pero también de su desarrollo.

En primer lugar, los intentos de ciertos individuos entre los dominadores para elevarse por encima de todas las limitaciones vigentes, vale decir, para retrogradar del imperio del derecho al de la violencia; y en segundo lugar, los continuos empeños de los oprimidos para procurarse más poder y ver reconocidos esos cambios en la ley, vale decir, para avanzar, al contrario, de un derecho desparejo a la igualdad de derecho.

Esta última corriente se vuelve particularmente sustantiva cuando en el interior de la comunidad sobrevienen en efecto desplazamientos en las relaciones de poder, como puede suceder a consecuencia de variados factores históricos. El derecho puede entonces adecuarse poco a poco a las nuevas relaciones de poder, o, lo que es más frecuente, si la clase dominante no está dispuesta a dar razón de ese cambio, se llega a la sublevación, la guerra civil, esto es, a una cancelación temporaria del derecho y a nuevas confrontaciones de violencia tras cuyo desenlace se instituye un nuevo orden de derecho.

Además, hay otra fuente de cambio del derecho, que sólo se exterioriza de manera pacífica: es la modificación cultural de los miembros de la comunidad; pero pertenece a un contexto que sólo más tarde podrá tomarse en cuenta.

Vemos, pues, que aun dentro de una unidad de derecho no fue posible evitar la tramitación violenta de los conflictos de intereses. Pero las relaciones de dependencia necesaria y de recíproca comunidad que derivan de la convivencia en un mismo territorio propician una terminación rápida de tales luchas, y bajo esas condiciones aumenta de continuo la probabilidad de soluciones pacíficas.

Sin embargo, un vistazo a la historia humana nos muestra una serie incesante de conflictos entre un grupo social y otro o varios, entre unidades mayores y menores, municipios, comarcas, linajes, pueblos, reinos, que casi siempre se deciden mediante la confrontación de fuerzas en la guerra.

Tales guerras desembocan en el pillaje o en el sometimiento total, la conquista de una de las partes. No es posible formular un juicio unitario sobre esas guerras de conquista. Muchas, como las de los mongoles y turcos, no aportaron sino infortunio; otras, por el contrarío, contribuyeron a la trasmudación de violencia en derecho, pues produjeron unidades mayores dentro de las cuales cesaba la posibilidad de emplear la violencia y un nuevo orden de derecho zanjaba los conflictos.

Así, las conquistas romanas trajeron la preciosa pax romana para los pueblos del Mediterráneo. El gusto de los reyes franceses por el engrandecimiento creó una Francia floreciente, pacíficamente unida. Por paradójico que suene, habría que confesar que la guerra no sería un medio inapropiado para establecer la anhelada paz «eterna», ya que es capaz de crear aquellas unidades mayores dentro de las cuales una poderosa violencia central vuelve imposible ulteriores guerras.

Empero, no es idónea para ello, pues los resultados de la conquista no suelen ser duraderos; las unidades recién creadas vuelven a disolverse las más de las veces debido a la deficiente cohesión de la parte unida mediante la violencia. Además, la conquista sólo ha podido crear hasta hoy uniones parciales, si bien de mayor extensión, cuyos conflictos suscitaron más que nunca la resolución violenta. Así, la consecuencia de todos esos empeños guerreros sólo ha sido que la humanidad permutara numerosas guerras pequeñas e incesantes por grandes guerras, infrecuentes, pero tanto más devastadoras.

Aplicado esto a nuestro presente, se llega al mismo resultado que usted obtuvo por un camino más corto. Una prevención segura de las guerras sólo es posible si los hombres acuerdan la institución de una violencia central encargada de entender en todos los conflictos de intereses.

Evidentemente, se reúnen aquí dos exigencias: que se cree una instancia superior de esa índole y que se le otorgue el poder requerido. De nada valdría una cosa sin la otra. Ahora bien, la Liga de las Naciones se concibe como esa instancia, mas la otra condición no ha sido cumplida; ella no tiene un poder propio y sólo puede recibirlo sí los miembros de la nueva unión, los diferentes Estados, se lo traspasan.

Por el momento parece haber pocas perspectivas de que ello ocurra. Pero se miraría incomprensivamente la institución de la Liga de las Naciones si no se supiera que estamos ante un ensayo pocas veces aventurado en la historia de la humanidad -o nunca hecho antes en esa escala-. Es el intento de conquistar la autoridad -es decir, el influjo obligatorio-, que de ordinario descansa en la posesión del poder, mediante la invocación de determinadas actitudes ideales.

Hemos averiguado que son dos cosas las que mantienen cohesionada a una comunidad: la compulsión de la violencia y las ligazones de sentimiento -técnicamente se las llama identificaciones- entre sus miembros. Ausente uno de esos factores, es posible que el otro mantenga en pie a la comunidad. Desde luego, aquellas ideas sólo alcanzan predicamento cuando expresan importantes relaciones de comunidad entre los miembros.

Cabe preguntar entonces por su fuerza. La historia enseña que de hecho han ejercido su efecto. Por ejemplo, la idea panhelénica, la conciencia de ser mejores que los bárbaros vecinos, que halló expresión tan vigorosa en las anfictionías, los oráculos y las olimpíadas, tuvo fuerza bastante para morigerar las costumbres guerreras entre los griegos, pero evidentemente no fue capaz de prevenir disputas bélicas entre las partículas del pueblo griego y ni siquiera para impedir que una ciudad o una liga de ciudades se aliara con el enemigo persa en detrimento de otra ciudad rival.

Tampoco el sentimiento de comunidad en el cristianismo, a pesar de que era bastante poderoso, logró evitar que pequeñas y grandes ciudades cristianas del Renacimiento se procuraran la ayuda del Sultán en sus guerras recíprocas. Y por lo demás, en nuestra época no existe una idea a la que pudiera conferirse semejante autoridad unificadora. Es harto evidente que los ideales nacionales que hoy imperan en los pueblos los esfuerzan a una acción contraria.

Ciertas personas predicen que sólo el triunfo universal de la mentalidad bolchevique podrá poner fin a las guerras, pero en todo caso estamos hoy muy lejos de esa meta y quizá se lo conseguiría sólo tras unas espantosas guerras civiles. Parece, pues, que el intento de sustituir un poder objetivo por el poder de las ideas está hoy condenado al fracaso. Se yerra en la cuenta si no se considera que el derecho fue en su origen violencia bruta y todavía no puede prescindir de apoyarse en la violencia.

Ahora puedo pasar a comentar otra de sus tesis. Usted se asombra de que resulte tan fácil entusiasmar a los hombres con la guerra y, conjetura, algo debe de moverlos, una pulsión a odiar y aniquilar, que transija con ese azuzamiento. También en esto debo manifestarle mi total acuerdo.

Creemos en la existencia de una pulsión de esa índole y justamente en los últimos años nos hemos empeñado en estudiar sus exteriorizaciones. ¿Me autoriza a exponerle, con este motivo, una parte de la doctrina de las pulsiones a que hemos arribado en el psicoanálisis tras muchos tanteos y vacilaciones?

Suponemos que las pulsiones del ser humano son sólo de dos clases: aquellas que quieren conservar y reunir -las llamamos eróticas, exactamente en el sentido de Eros en El banquete de Platón, o sexuales, con una conciente ampliación del concepto popular de sexualidad-, y otras que quieren destruir y matar; a estas últimas las reunimos bajo el título de pulsión de agresión o de destrucción.

Como usted ve, no es sino la trasfiguración teórica de la universalmente conocida oposición entre amor y odio; esta quizá mantenga un nexo primordial con la polaridad entre atracción y repulsión, que desempeña un papel en la disciplina de usted.

Ahora permítame que no introduzca demasiado rápido las valoraciones del bien y el mal. Cada una de estas pulsiones es tan indispensable como la otra; de las acciones conjugadas y contrarias de ambas surgen los fenómenos de la vida. Parece que nunca una pulsión perteneciente a una de esas clases puede actuar aislada; siempre está conectada -decimos: aleada- con cierto monto de la otra parte, que modifica su meta o en ciertas circunstancias es condición indispensable para alcanzarla.

Así, la pulsión de autoconservación es sin duda de naturaleza erótica, pero justamente ella necesita disponer de la agresión si es que ha de conseguir su propósito. De igual modo, la pulsión de amor dirigida a objetos requiere un complemento de pulsión de apoderamiento si es que ha de tomar su objeto. La dificultad de aislar ambas variedades de pulsión en sus exteriorizaciones es lo que por tanto tiempo nos estorbó el discernirlas.

Si usted quiere dar conmigo otro paso le diré que las acciones humanas permiten entrever aún una complicación de otra índole. Rarísima vez la acción es obra de una única moción pulsional, que ya en sí y por sí debe estar compuesta de Eros y destrucción. En general confluyen para posibilitar la acción varios motivos edificados de esa misma manera.

Ya lo sabía uno de sus colegas, un profesor Lichtenberg, quien en tiempos de nuestros clásicos enseñaba física en Gotinga; pero acaso fue más importante como psicólogo que como físico. Inventó la Rosa de los Motivos al decir: «Los móviles {Bewegungsgründe} por los que uno hace algo podrían ordenarse, pues, como los 32 rumbos de la Rosa de los Vientos, y sus nombres, formarse de modo semejante; por ejemplo, "pan-panfama" o "fama-famapan"».

Entonces, cuando los hombres son exhortados a la guerra, puede que en ellos responda afirmativamente a ese llamado toda una serie ¿le motivos, nobles y vulgares, unos de los que se habla en voz alta y otros que se callan. No tenemos ocasión de desnudarlos todos. Por cierto que entre ellos se cuenta el placer de agredir y destruir; innumerables crueldades de la historia y de la vida cotidiana confirman su existencia y su intensidad.

El entrelazamiento de esas aspiraciones destructivas con otras, eróticas e ideales, facilita desde luego su satisfacción. Muchas veces, cuando nos enteramos de los hechos crueles de la historia, tenemos la impresión de que los motivos ideales sólo sirvieron de pretexto a las apetencias destructivas; y otras veces, por ejemplo ante las crueldades de la Santa Inquisición, nos parece como si los motivos ideales se hubieran esforzado hacía adelante, hasta la conciencia, aportándoles los destructivos un refuerzo inconciente. Ambas cosas son posibles.

Tengo reparos en abusar de su interés, que se dirige a la prevención de las guerras, no a nuestras teorías. Pero querría demorarme todavía un instante en nuestra pulsión de destrucción, en modo alguno apreciada en toda su significatividad. Pues bien; con algún gasto de especulación hemos arribado a la concepción de que ella trabaja dentro de todo ser vivo y se afana en producir su descomposición, en reconducir la vida al estado de la materia inanimada.

Merecería con toda seriedad el nombre de una pulsión de muerte, mientras que las pulsiones eróticas representan {repräsentieren} los afanes de la vida. La pulsión de muerte deviene pulsión de destrucción cuando es dirigida hacia afuera, hacia los objetos, con ayuda de órganos particulares.

El ser vivo preserva su propia vida destruyendo la ajena, por así decir. Empero, una porción de la pulsión de muerte permanece activa en el interior del ser vivo, y hemos intentado deducir toda una serie de fenómenos normales y patológicos de esta interiorización de la pulsión destructiva. Y hasta hemos cometido la herejía de explicar la génesis de nuestra conciencia moral por esa vuelta de la agresión hacia adentro.

Como usted habrá de advertir, en modo alguno será inocuo que ese proceso se consume en escala demasiado grande; ello es directamente nocivo, en tanto que la vuelta de esas fuerzas pulsionales hacia la destrucción en el mundo exterior aligera al ser vivo y no puede menos que ejercer un efecto benéfico sobre él. Sirva esto como disculpa biológica de todas las aspiraciones odiosas y peligrosas contra las que combatimos.

Es preciso admitir que están más próximas a la naturaleza que nuestra resistencia a ellas, para la cual debemos hallar todavía una explicación. Acaso tenga usted la impresión de que nuestras teorías constituyen una suerte de mitología, y en tal caso ni siquiera una mitología alegre. Pero, ¿no desemboca toda ciencia natural en una mitología de esta índole? ¿Les va a ustedes de otro modo en la física hoy?

De lo anterior extraemos esta conclusión para nuestros fines inmediatos: no ofrece perspectiva ninguna pretender el desarraigo de las inclinaciones agresivas de los hombres. Dicen que en comarcas dichosas de la Tierra, donde la naturaleza brinda con prodigalidad al hombre todo cuanto le hace falta, existen estirpes cuya vida trascurre en la mansedumbre y desconocen la compulsión y la agresión.

Difícil me resulta creerlo, me gustaría averiguar más acerca de esos dichosos. También los bolcheviques esperan hacer desaparecer la agresión entre los hombres asegurándoles la satisfacción de sus necesidades materiales y, en lo demás, estableciendo la igualdad entre los participantes de la comunidad. Yo lo considero una ilusión, Por ahora ponen el máximo cuidado en su armamento, y el odio a los extraños no es el menos intenso de los motivos con que promueven la cohesión de sus seguidores.

Es claro que, como usted mismo puntualiza, no se trata de eliminar por completo la inclinación de los hombres a agredir; puede intentarse desviarla lo bastante para que no deba encontrar su expresión en la guerra.

Desde nuestra doctrina mitológica de las pulsiones hallamos fácilmente una fórmula sobre las vías indirectas para combatir la guerra. Si la aquiescencia a la guerra es un desborde de la pulsíón de destrucción, lo natural será apelar a su contraría, el Eros. Todo cuanto establezca ligazones de sentimiento entre los hombres no podrá menos que ejercer un efecto contrario a la guerra.

Tales ligazones pueden ser de dos clases. En primer lugar, vínculos como los que se tienen con un objeto de amor, aunque sin metas sexuales. El psicoanálisis no tiene motivo para avergonzarse por hablar aquí de amor, pues la religión dice lo propio: «Ama a tu prójimo como a ti mismo».

Ahora bien, es fácil demandarlo, pero difícil cumplirlo (ver nota). La otra clase de ligazón de sentimiento es la que se produce por identificación. Todo lo que establezca sustantivas relaciones de comunidad entre los hombres provocará esos sentimientos comunes, esas identificaciones. Sobre ellas descansa en buena parte el edificio de la sociedad humana.

Una queja de usted sobre el abuso de la autoridad me indica un segundo rumbo para la lucha indirecta contra la inclinación bélica. Es parte de la desigualdad innata y no eliminable entre los seres humanos que se separen en conductores y súbditos. Estos últimos constituyen la inmensa mayoría, necesitan de una autoridad que tome por ellos unas decisiones que las más de las veces acatarán incondicionalmente. En este punto habría que intervenir; debería ponerse mayor cuidado que hasta ahora en la educación de un estamento superior de hombres de pensamiento autónomo, que no puedan ser amedrentados y luchen por la verdad, sobre quienes recaería la conducción de las masas heterónomas.

No hace falta demostrar que los abusos de los poderes del Estado {Staatsgewalt} y la prohibición de pensar decretada por la Iglesia no favorecen una generación así. Lo ideal sería, desde luego, una comunidad de hombres que hubieran sometido su vida pulsional a la dictadura de la razón. Ninguna otra cosa sería capaz de producir una unión más perfecta y resistente entre los hombres, aun renunciando a las ligazones de sentimiento entre ellos (ver nota). Pero con muchísima probabilidad es una esperanza utópica.

Las otras vías de estorbo indirecto de la guerra son por cierto más transitables, pero no prometen un éxito rápido. No se piensa de buena gana en molinos de tan lenta molienda que uno podría morirse de hambre antes de recibir la harina.

Como usted ve, no se obtiene gran cosa pidiendo consejo sobre tareas prácticas urgentes al teórico alejado de la vida social. Lo mejor es empeñarse en cada caso por enfrentar el peligro con los medios que se tienen a mano. Sin embargo, me gustaría tratar todavía un problema que usted no planteó en su carta y que me interesa particularmente: ¿Por qué nos sublevamos tanto contra la guerra, usted y yo y tantos otros? ¿Por qué no la admitimos como una de las tantas penosas calamidades de la vida? Es que ella parece acorde a la naturaleza, bien fundada biológicamente y apenas evitable en la práctica.

Que no le indigne a usted mi planteo. A los fines de una indagación como esta, acaso sea lícito ponerse la máscara de una superioridad que uno no posee realmente. La respuesta sería: porque todo hombre tiene derecho a su propia vida, porque la guerra aniquila promisorias vidas humanas, pone al individuo en situaciones indignas, lo compele a matar a otros, cosa que él no quiere, destruye preciosos valores materiales, productos del trabajo humano, y tantas cosas más. También, que la guerra en su forma actual ya no da oportunidad ninguna para cumplir el viejo ideal heroico, y que debido al perfeccionamiento de los medios de destrucción una guerra futura significaría el exterminio de uno de los contendientes o de ambos. Todo eso es cierto y parece tan indiscutible que sólo cabe asombrarse de que las guerras no se hayan desestimado ya por un convenio universal entre los hombres.

Sin embargo, se puede poner en entredicho algunos de estos puntos. Es discutible que la comunidad no deba tener también un derecho sobre la vida del individuo; no es posible condenar todas las clases de guerra por igual; mientras existan reinos y naciones dispuestos a la aniquilación despiadada de otros, estos tienen que estar armados para la guerra. Pero pasemos con rapidez sobre todo eso, no es la discusión a que usted me ha invitado.

Apunto a algo diferente; creo que la principal razón por la cual nos sublevamos contra la guerra es que no podemos hacer otra cosa. Somos pacifistas porque nos vemos precisados a serlo por razones orgánicas. Después nos resultará fácil justificar nuestra actitud mediante argumentos.

Esto no se comprende, claro está, sin explicación. Opino lo siguiente: Desde épocas inmemoriales se desenvuelve en la humanidad el proceso del desarrollo de la cultura. (Sé que otros prefieren llamarla «civilización».)

A este proceso debemos lo mejor que hemos llegado a ser y una buena parte de aquello a raíz de lo cual penamos. Sus ocasiones y comienzos son oscuros, su desenlace incierto, algunos de sus caracteres muy visibles.

Acaso lleve a la extinción de la especie humana, pues perjudica la función sexual en más de una manera, y ya hoy las razas incultas y los estratos rezagados de la población se multiplican con mayor intensidad que los de elevada cultura.

Quizás este proceso sea comparable con la domesticación de ciertas especies animales; es indudable que conlleva alteraciones corporales; pero el desarrollo de la cultura como un proceso orgánico de esa índole no ha pasado a ser todavía una representación familiar (ver nota).

Las alteraciones psíquicas sobrevenidas con el proceso cultural son llamativas e indubitables. Consisten en un progresivo desplazamiento de las metas pulsionales y en una limitación de las mociones pulsionales. Sensaciones placenteras para nuestros ancestros se han vuelto para nosotros indiferentes o aun insoportables; el cambio de nuestros reclamos ideales éticos y estéticos reconoce fundamentos orgánicos.

Entre los caracteres psicológicos de la cultura, dos parecen los más importantes: el fortalecimiento del intelecto, que empieza a gobernar a la vida pulsional, y la interiorización de la inclinación a agredir, con todas sus consecuencias ventajosas y peligrosas. Ahora bien, la guerra contradice de la manera más flagrante las actitudes psíquicas que nos impone el proceso cultural, y por eso nos vemos precisados a sublevarnos contra ella, lisa y llanamente no la soportamos más.

La nuestra no es una mera repulsa intelectual y afectiva: es en nosotros, los pacifistas, una intolerancia constitucional, una idiosincrasia extrema, por así decir. Y hasta parece que los desmedros estéticos de la guerra no cuentan mucho menos para nuestra repulsa que sus crueldades.

¿Cuánto tiempo tendremos que esperar hasta que los otros también se vuelvan pacifistas? No es posible decirlo, pero acaso no sea una esperanza utópica que el influjo de esos dos factores, el de la actitud cultural y el de la justificada angustia ante los efectos de una guerra futura, haya de poner fin a las guerras en una época no lejana. Por qué caminos o rodeos, eso no podemos colegirlo.

Entretanto tenemos derecho a decirnos: todo lo que promueva el desarrollo de la cultura trabaja también contra la guerra (ver nota).



Saludo a usted cordialmente, y le pido me disculpe si mi exposición lo ha desilusionado.



Sigmund Freud 
(ENLACE DE INTERÉS)

ENTREVISTA A JACQUES LACAN


Lacan: “En diez años máximo, el que me lea hallará todo transparente, como una buena jarra de cerveza”
Emilio GranzottoMagazine Litteraire
- Cada vez se habla con más frecuencia de la crisis del psicoanálisis. Se dice que Sigmund Freud está obsoleto, la sociedad moderna ha descubierto que su obra no basta para entender al hombre, ni para interpretar a fondo su relación con el mundo.
- Esos son cuentos. En primer lugar, la crisis. No existe tal crisis, no puede haberla. El psicoanálisis aún no ha encontrado sus propios límites. Todavía hay tanto por descubrir en la práctica y en el conocimiento. En el psicoanálisis no hay solución inmediata, sólo la larga y paciente investigación de las razones. En segundo lugar, Freud.
¿Cómo puede decirse que está obsoleto si aún no lo hemos entendido a cabalidad? Lo que sí es cierto es que nos ha dado a conocer cosas completamente nuevas que ni siquiera habríamos imaginado antes de él. Desde los problemas del inconsciente hasta la importancia de la sexualidad, desde el acceso a lo simbólico hasta la sujeción a las leyes del lenguaje.
Su doctrina pone en tela de juicio la verdad, es una cuestión que nos concierne a todos y cada uno personalmente. Es algo muy distinto a una crisis. Lo repito: estamos lejos de Freud. Su nombre también ha servido para cubrir muchas cosas, ha habido desviaciones, los epígonos no siempre han seguido fielmente el modelo, se han creado confusiones. Tras su muerte en 1939, algunos de sus alumnos también pretendieron ejercer el psicoanálisis de otro modo, reduciendo su enseñanza a una fórmula banal: la técnica como ritual, la práctica restringida al tratamiento de la conducta, y como medio de readaptación del individuo a su entorno social. Es la negación de Freud, un psicoanálisis de comodidad, de salón.
El propio Freud lo previó. Solía decir que hay tres posiciones insostenibles, tres tareas imposibles: gobernar, educar y ejercer el psicoanálisis. En nuestros días, poco importa quién asume la responsabilidad de gobernar y todo el mundo se cree educador. En cuanto a los psicoanalistas, gracias a Dios, prosperan, como los magos y los curanderos. Proponer a la gente ayudarla significa un éxito asegurado, y la clientela se atropella a sus puertas. El psicoanálisis es otra cosa.
¿Exactamente qué?
– Lo defino como un síntoma, revelador de la enfermedad de la civilización en la que vivimos. Ciertamente, no es una filosofía. Aborrezco la filosofía, hace ya mucho tiempo que no dice nada interesante. El psicoanálisis tampoco es una fe y no me gusta llamarlo ciencia. Digamos que es una práctica y que se ocupa de lo que no anda bien. Terriblemente difícil porque pretende introducir en la vida cotidiana lo imposible, lo imaginario. Ha obtenido algunos resultados hasta el presente pero aún no tiene reglas y se presta a todo tipo de equívocos.
No hay que olvidar que se trata de algo totalmente nuevo, bien sea con respecto a la medicina, o la sicología y a sus anexos. Además es muy joven. Freud murió hace apenas 35 años. Su primer libro, La Interpretación de los Sueños, fue publicado en 1900, con muy poco éxito. Se vendieron, eso creo, 300 ejemplares en varios años. Tuvo pocos pupilos, a quienes se les tomaba por locos, y que ni siquiera estaban de acuerdo en la manera de poner en práctica y de interpretar lo que habían aprendido.
¿Qué es lo que no anda bien en el hombre de hoy?
– Es ese gran hastío, la vida como consecuencia del curso del progreso. A través del psicoanálisis, las personas esperan aventurarse hasta donde puedan ir arrastrando ese hastío.
¿Qué impulsa a la gente a hacerse psicoanalizar?
– El miedo. Cuando le ocurren cosas, incluso cosas que desea, cosas que no comprende, el hombre siente miedo. Sufre por no entender y poco a poco cae en un estado de pánico. Es la neurosis. En la neurosis histérica, el cuerpo enferma de miedo de estar enfermo, sin estarlo en realidad. En la neurosis obsesiva, el miedo mete cosas raras en la mente, pensamientos que no podemos controlar, fobias en las cuales las formas y objetos adquieren significaciones diversas que suscitan miedo.
¿Por ejemplo?
– El neurótico se siente obligado por una necesidad tremenda de ir docenas de veces a verificar si un grifo está realmente cerrado. O si una cosa está en su lugar, sabiendo sin embargo con certeza que el grifo está como debe estar y que la cosa está en el lugar donde debe estar. No hay píldoras que curen esto. Hay que descubrir por qué esto nos pasa y saber qué significa.
- ¿Y la cura?
– El neurótico es un enfermo que se cura con la palabra, y sobre todo con su propia palabra. Debe hablar, contar, explicarse a sí mismo. Freud definía el psicoanálisis como la asunción por parte del sujeto de su propia historia, en la medida en que ella está constituida por la palabra dirigida a otro. El psicoanálisis es el reino de la palabra, no hay otro remedio. Freud explicaba que el inconsciente no es tan profundo como inaccesible a un examen profundo de lo consciente. Y decía que en ese inconsciente, el que habla es un sujeto dentro del sujeto, trascendiendo al sujeto. La palabra es la gran fuerza del psicoanálisis.
¿La palabra de quién, del enfermo o del psicoanalista?
– En el psicoanálisis los términos “enfermo”, “medicina”, “remedio” no son más precisos que las fórmulas pasivas que adoptamos comúnmente. Cuando hablamos de “hacerse psicoanalizar” cometemos un error. Quien hace el verdadero trabajo en el análisis es quien habla, el sujeto analizado. Aunque lo haga de la manera sugerida por el analista quien le indica cómo proceder, y lo ayuda mediante sus intervenciones. Él también proporciona una interpretación.
A simple vista, ella parece dar un sentido a lo que dice el analizado. En realidad, la interpretación es más sutil, tendiendo a borrar el sentido de las cosas por las que sufre el individuo. El objetivo es mostrarle a través de su propio relato que el síntoma, digamos la enfermedad, no tiene relación alguna con nada, que está privada de cualquier sentido posible. Aunque en apariencia es real, no existe.
Las vías por las que procede este acto de la palabra exigen mucha práctica y una paciencia infinita. La paciencia y la medición son los instrumentos del psicoanálisis. La técnica consiste en saber medir la ayuda que se le da al individuo analizado. En consecuencia, el psicoanálisis es difícil.
 Cuando se habla de Jacques Lacan se asocia inevitablemente este nombre con una fórmula, el “regreso” a Freud ¿Qué significa esto?
– Exactamente lo que se dice. El psicoanálisis es Freud. Si se quiere hacer psicoanálisis, hay que regresar a Freud, a sus términos y definiciones, leídos e interpretados en sentido literal. Yo fundé en París una escuela freudiana precisamente con este objetivo. Hace más de 20 años que expongo mi punto de vista: regresar a Freud significa simplemente despejar el terreno de desviaciones y equívocos de la fenomenología existencial por ejemplo, como del formalismo institucional de las sociedades psicoanalíticas, retomando la lectura de la enseñanza de Freud según los principios definidos y enumerados a partir de su trabajo. Releer a Freud quiere decir sencillamente releer a Freud. Quien no lo hace en el psicoanálisis, utiliza una fórmula abusiva.
– Pero Freud es difícil. Y se dice que Lacan lo vuelve francamente incomprensible. A Lacan se le reprocha hablar y sobre todo escribir de una maneta tal que sólo unos pocos adeptos pueden esperar comprender.
– Lo sé, se me tiene por un oscuro que esconde su pensamiento tras una cortina de humo. Me pregunto por qué. A propósito del análisis, repito con Freud que es “el juego intersubjetivo a través del cual la verdad entra en lo real” ¿Acaso no está claro? Pero el psicoanálisis no es cosa de niños.
Mis libros son definidos como incomprensibles ¿Pero por qué? No los escribí para todo el mundo, para que fueran comprendidos por todos. Al contrario, nunca me ocupé en lo más mínimo de complacer a ningún tipo de lector, quien quiera que sea. Tenía cosas que decir y las dije. Me basta con tener un público que lee. Si no comprenden, paciencia. En cuanto al número de lectores, he tenido más suerte que Freud. Mis libros son incluso más leídos, eso me sorprende.
También estoy convencido de que en diez años máximo, el que me lea hallará todo transparente, como una buena jarra de cerveza. Quizá entonces dirán: ‘Este Lacan, que banalidad’”.
– ¿Cuáles son las características del lacanismo?
– Aún es muy pronto para decirlo, ya que el lacanismo todavía no existe. Apenas se siente su aroma, como un presentimiento.
En todo caso, Lacan es un señor que práctica el psicoanálisis desde al menos 40 años y que durante todos esos años lo ha estudiado. Creo en el estructuralismo y en la ciencia del lenguaje. Escribí en mi libro que “a lo que nos lleva el descubrimiento de Freud es a la enormidad del orden en el que hemos entrado, en el que nacimos por segunda vez, si se quiere expresar así, saliendo del estado llamado muy acertadamente infans, sin palabra”.
El orden simbólico sobre el cual Freud basó su descubrimiento está constituido por el lenguaje como momento del discurso universal concreto. Es el mundo de la palabra el que crea el mundo de las cosas, inicialmente confusas en todo lo que está por suceder. Sólo las palabras pueden dar un sentido cabal a la esencia de las cosas. Sin las palabras, nada existiría ¿Qué sería el placer sin el intermediario de la palabra?
Mi idea es que Freud, enunciando en sus primeras obras – La interpretación de los sueñosMás allá del principio del placerTótem y tabú- las leyes del inconsciente, fue el precursor de la postulación de las teorías con las cuales unos años después Ferdinand de Saussure abriría la vía a la lingüística moderna. Esta está sometida, como todo el resto, a las leyes del lenguaje. Sólo las palabras pueden engendrarla y darle consistencia. Sin el lenguaje, la humanidad no avanzaría ni un paso en las investigaciones sobre el pensamiento. Este es el caso del psicoanálisis. Cualquiera que sea la función que se le atribuya, agente de sanación, de formación o de sondeo, sólo hay un medio del cual nos servimos: la palabra del paciente. Y toda palabra amerita una respuesta.
 Luego, es análisis en tanto que diálogo. Hay personas que lo interpretan más bien como un sucedáneo de la confesión.
- ¿Pero qué confesión? No le confesamos nada al psicoanalista. Uno se deja llevar a decirle cosas, simplemente, todo lo que nos pasa por la cabeza. Palabras, precisamente. El descubrimiento del psicoanálisis es el hombre como animal hablante. Le corresponde al analista ordenar las palabras que escucha y darles un sentido, una significación. Para hacer un buen análisis, hace falta un acuerdo, la alianza entre el analizado y el analista.
A través del discurso de uno, el otro intenta de hacerse una idea de lo que se trata y descubrir más allá del síntoma aparente el nudo difícil de la verdad. La otra función del analista es explicar el sentido de las palabras para hacer entender al paciente lo que puede esperarse del análisis.
– Es una relación de extrema confianza.
– Más bien un intercambio donde lo importante es que uno habla y el otro escucha. También el silencio. El analista no plantea preguntas y no tiene ideas. Sólo da las respuestas que quiere darle a las cuestiones que suscitan su deseo. Pero al final del final, el analizado siempre va a donde lo lleva el analista.
– Acaba de hablar de la cura ¿Hay posibilidad de curar? ¿Superar la neurosis?
– El psicoanálisis triunfa cuando limpia el terreno, sale del síntoma, sale de lo real. Es decir, cuando llega a la verdad.
¿Podría enunciar el mismo concepto de una manera menos lacaniana?
– Llamo síntoma a todo lo que viene de lo real. Y real a todo aquello que anda mal, que no funciona, que se opone a la vida del hombre y al enfrentamiento de su personalidad. Lo real siempre regresa al mismo lugar. Siempre lo encontramos allí, con los mismos rostros. Los científicos tienen razón al decir que nada es imposible en lo real. Hace falta un tupé sagrado para afirmar cosas de este tipo, o bien, como lo supongo, la total ignorancia de lo que se hace y se dice.
Lo real y lo imposible son antitéticos, no pueden ir juntos. El análisis empuja al individuo hacia lo imposible, le sugiere considerar el mundo como es verdaderamente, es decir imaginario, sin significación. Mientras que lo real, como un pájaro voraz, no hace más que nutrirse de cosas con sentido, acciones que tienen un sentido.
Escuchamos repetir que hay que darle sentido a esto o aquello, a sus propios pensamientos, a sus propias aspiraciones, a los deseos, al sexo, a la vida. Pero no sabemos nada de nada sobre la vida. Los sabios se afanan en explicárnoslo.
Mi temor es que por su fracaso, lo real, esa cosa monstruosa que no existe, termine por tomarlo, por arrastrarlo. La ciencia sustituye a la religión y además es más despótica, obtusa y oscurantista. Hay un dios-átomo, un dios-espacio, etc. Si la ciencia gana o la religión, el psicoanálisis está acabado.
– ¿En nuestros días, que relación existe entre la ciencia y el psicoanálisis?
– Para mí, la única ciencia verdadera, seria, a seguir, es la ciencia-ficción. La otra, la oficial, la que tiene sus altares en los laboratorios, avanza a tientas, sin equilibrio. E incluso, comienza a tener miedo de su propia sombra.
Parece que a los sabios les está llegando el momento de la angustia. En sus laboratorios asépticos, en sus batas almidonadas, esos viejos chiquillos que juegan con cosas desconocidas, fabricando aparatos cada vez más complicados e inventando fórmulas cada vez más oscuras, comienzan a preguntarse lo que podrá venir mañana, a dónde nos llevarán finalmente sus investigaciones siempre novedosas. En fin, yo me pregunto ¿y si fuera demasiado tarde? Los biólogos se lo preguntan hoy, o los físicos, los químicos. Para mí, están locos. Aunque ya están en el proceso de cambiarle el rostro al universo, sólo ahora, en el presente se les ocurre preguntarse si por casualidad esto no podría ser peligroso ¿Y si todo saltara? ¿Si las bacterias cultivadas tan amorosamente en los blancos laboratorios se transformaran en enemigos mortales? ¿Y si el mundo fuera barrido por una horda de estas bacterias con toda la mierda que lo habita, comenzando por esos sabios de los laboratorios?
A las tres posiciones imposibles de Freud, gobierno, educación, psicoanálisis, yo le agregaría una cuarta, la ciencia. Salvo que los sabios no saben que su posición es insostenible.
– Esa es una visión bastante pesimista de lo que llamamos progreso.
– No, es otra cosa. No soy pesimista. No pasará nada. Por la sencilla razón de que el hombre es un bueno para nada, ni siquiera es capaz de destruirse a sí mismo. Personalmente, me parecería maravillosa una calamidad total producida por el hombre. Esa sería la prueba de que ha llegado a hacer algo con sus manos, su cabeza, sus intervenciones divinas, naturales o de otra especie.
Todas esas bellas bacterias sobrealimentadas por diversión, diseminadas en el mundo como las langostas de la Biblia, significarían el triunfo del hombre. Pero eso no sucederá. La ciencia atraviesa, afortunadamente, por una crisis de responsabilidad, todo entrará en el orden de las cosas, como se dice. Yo lo anuncié: lo real tomará la delantera, como siempre. Y nosotros seremos como siempre dichosos.
– Otra paradoja de Jacques Lacan. Se le reprocha, además de la dificultad del lenguaje y oscuridad de los conceptos, los juegos de palabras, las bromas del lenguaje, los retruécanos a la francesa, y precisamente, las paradojas. Quien lo escucha o quien lo lee tiene el derecho a sentirse desorientado.
– De hecho, ya no bromeo, digo cosas muy serias. Me sirvo solamente de la palabra como los sabios de los que he hablado se sirven de sus alambiques y de sus instalaciones electrónicas. Siempre busco referirme a la experiencia del psicoanálisis.
– Usted dice: lo real no existe. Pero el hombre promedio sabe que lo real es el mundo, todo lo que lo rodea, lo que ve con sus ojos, lo que toca.
– Deslastrémonos también de este hombre promedio que, en principio no existe. Existen individuos, eso es todo. Cuando escucho hablar del hombre común, de fenómenos de masa y de cosas de ese tipo, pienso en todos los pacientes que he visto pasar por el diván en cuarenta años de escucha. Ninguno, en medida alguna, se parece al otro, ninguno tiene las mismas fobias, las mismas angustias, la misma manera de relatar, el mismo miedo de no entender. El hombre promedio ¿quién es ese? ¿Yo, usted, mi conserje, el presidente de la república?
– Hablábamos de lo real, del mundo que vemos todos.
- Exactamente. La diferencia entre lo real, es decir lo que está mal, y lo simbólico, lo imaginario es decir la verdad, es que lo real es el mundo. Para constatar que el mundo no existe, que no hay mundo, basta con pensar en todas las banalidades que una infinidad de imbéciles creen que es el mundo. Y yo invito a mis amigos de Panorama, antes de acusarme de paradójico, a reflexionar sobre lo que apenas han leído.
– Se diría que usted es siempre pesimista.
– Eso no es cierto. No me clasifico ni entre los alarmistas ni entre los angustiados. Será muy infeliz el psicoanalista que no haya superado el estadio de la angustia. Es cierto, a nuestro alrededor hay cosas horripilantes y devoradoras, como la televisión por medio de la cual una gran parte de nosotros es fagocitada. Pero esto sólo ocurre porque hay personas que se dejan fagocitar, que hasta se inventan un interés por lo que ven.
Luego, hay otros ardides monstruosos igualmente devoradores: los cohetes que van a la luna, las investigaciones en el fondo de los océanos, etc. Todas cosas que devoran. Pero no hay motivo para dramatizar. Estoy seguro de que cuando nos hartemos de los cohetes, de la televisión y de todas las malditas investigaciones al vacío, encontraremos otra cosa de qué ocuparnos. Es una reviviscencia de la religión ¿verdad? ¿Y qué mejor monstruo devorador que la religión? Es una fiestas continua para divertirse durante siglos como ya ha quedado demostrado.
Mi respuesta a todo eso, es que el hombre siempre ha sabido adaptarse al mal. Lo único real que podemos concebir, a lo que tenemos acceso es justamente eso: habrá que buscarle una razón, darle sentido a las cosas, como decimos. De otro modo, el hombre no tendría angustia, Freud no se habría hecho célebre, y yo sería profesor de liceo.
– ¿Las angustias siempre son de esta naturaleza o existen angustias ligadas a ciertas condiciones sociales, a determinadas épocas históricas, a algunas latitudes?
– La angustia del sabio que tiene miedo de sus descubrimientos puede parecer reciente. ¿Pero qué sabemos de lo que ocurrió en otros tiempos? ¿De los dramas des otros investigadores? La angustia del obrero esclavo en la cadena de producción como en la rama de una galera, es la angustia de hoy. O, más sencillamente, está vinculada con las otras definiciones y palabras de hoy.
¿Pero qué es la angustia para el psicoanálisis?
– Algo que se sitúa más allá de nuestro cuerpo, un miedo, pero de nada, que el cuerpo, incluido el espíritu, puede motivar. El miedo del miedo, en resumen. Muchos de esos miedos, muchas de esas angustias, al nivel que las percibimos tienen que ver con el sexo. Freud decía que la sexualidad, para el animal hablante que se llama hombre, no tiene ni remedio ni esperanza. Una de las tareas del analista es encontrar en la palabra del paciente la relación entre la angustia y el sexo, ese gran desconocido.
– Hoy en día, cuando el sexo se distribuye por todas partes, sexo en el cine, sexo en el teatro, sexo en la televisión, sexo en los periódicos, en las canciones, en las playas, se dice que las personas siente menos angustia por los problemas ligados a la esfera sexual. Los tabúes han caído, se dice, el sexo ya no da miedo.
– La sexomanía invasora no es más que un fenómeno publicitario. El psicoanálisis es una cosa sería que tiene que ver, lo repito, con una relación estrictamente personal entre dos individuos: el sujeto y el analista. No existe el psicoanálisis colectivo, así como no hay angustias o neurosis de masas.
Que el sexo sea puesto al orden del día en cada esquina, tratado como un detergente cualquiera en los carruseles televisados, no implica ninguna promesa de beneficio alguno. No digo que eso sea malo. No basta ciertamente con tratar las angustias y los problemas particulares. Hay que partir de la moda, de esa fingida liberalización que se nos da, como un bien otorgado desde arriba, por la supuesta sociedad permisiva. Pero no sirve a nivel del psicoanálisis.
[Este texto fue recuperado por la revista francesa Magazine Litteraire 428, en febrero de 2004

lunes, 16 de julio de 2012

PSICOANALISIS PARA TODOS

LIC. LUCIA SERRANO
Psicóloga - Psicoanalista
Atención clínica de adultos,
niños y adolescentes.
Consultorio privado en Tigre,
pcia.de Bs.As. y en Cap.Fed.
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