viernes, 21 de febrero de 2014

KONSTANTINOS KAVAFIS

ÍTACA

Cuando emprendas tu viaje hacia Ítaca,
ruega que tu camino sea largo,
y rico en aventuras y experiencias.
Ni a Lestrigones, ni a Cíclopes,
ni a la cólera de Poseidón temas.
No verás tales seres en tu camino,
si tus pensamientos son altos,
si tu cuerpo y tu alma
no se dejan invadir por turbias emociones.
No encontrarás a Lestrigones
ni al Poseidón colérico
si no los llevas en ti mismo,
si no es tu espíritu quien los presenta.
Ruega que tu camino sea largo,
que innumerables sean las mañanas de verano
que (¡con cuánta delicia!)
llegues a puertos vistos por vez primera.
Haz escala en los emporios fenicios,
y adquiere bellas mercancías:
coral y nácar, ámbar y ébano,
y mil obsedentes perfumes.
Adquiere cuanto puedas de esos lujosos perfumes.
Visita numerosas ciudades egipcias,
e instrúyete ávidamente con sus sabios.
Ten siempre a Ítaca presente en el espíritu.
Tu meta es llegar a ella,
pero no acortes tu viaje:
más vale que dure largos años
y que abordes al fin tu isla
en los días de tu vejez,
rico de cuanto ganaste en el camino,
sin esperar que Ítaca te enriquezca.
Ítaca te ha dado un deslumbrante viaje:
sin ella, el camino no hubieras emprendido.
Más ninguna otra cosa puede darte.
Aunque pobre la encuentres,
no hubo engaño.
Sabio como te has vuelto
con tantas experiencias,
comprenderás al fin
qué significan las Ítacas.

domingo, 9 de febrero de 2014

Un estudio psicológico

Uno

Sobre Thomas Woodrow Wilson se han escrito numerosos libros y muchos de sus amigos han tratado de explicárselo a sí mismos y a los otros. Esas explicaciones tienen algo en común: terminan con una nota de incertidumbre.

Wilson sigue siendo, aun para sus biógrafos e íntimos, un personaje contradictorio, un enigma. El 10 de junio de 1919, en el último mes de la Conferencia de Paz, el coronel Edward M. House anotó en su diario: "Creo que nunca conocí a un hombre cuyo aspecto general cambiara tanto de una hora a otra. No es sólo la cara del presidente lo que se altera. Es una de las personalidades más difíciles y complejas que he conocido. Es tan contradictorio que es difícil formular un juicio sobre él”. Con mayor o menor énfasis, todos los íntimos y biógrafos llegan por fin a esta conclusión.

Wilson era, por cierto, complejo: no será fácil descubrir la clave de la unidad bajo las aparentes contradicciones de su personalidad. Además, no debemos iniciar la tarea con falsas esperanzas. Jamás podremos lograr un análisis completo de su personalidad. Sobre muchas partes de su vida y su carácter no sabemos nada. Los hechos que conocemos parecen menos importantes que los que ignoramos. Todos los datos que quisiéramos conocer sólo se podrían descubrir si él estuviera vivo y se sometiera al psicoanálisis. Ha muerto; nadie los conocerá jamás. Por lo tanto no podemos tener la esperanza de comprender los acontecimientos decisivos de su vida psíquica ni en todos los detalles ni en todas sus relaciones. En consecuencia, no podemos llamar a esta obra un psicoanálisis de Wilson. Es un estudio psicológico basado sobre el material de que disponemos en la actualidad, nada más.

Por otro lado, no queremos subestimar las pruebas que poseemos. Sabemos mucho sobre numerosos aspectos de la vida y personalidad de Wilson. Debemos abandonar la esperanza de un análisis completo, pero conocemos bastante sobre él como para justificar la intención de señalar el camino principal de su desarrollo psíquico. A los hechos que conocemos de él como individuo añadiremos los que el psicoanálisis ha descubierto como valederos para todos los seres humanos. Wilson era, al fin y al cabo, un ser humano, sujeto a las mismas leyes de desarrollo psíquico que los demás hombres. La universalidad de esas leyes ha sido probada por el psicoanálisis de innumerables individuos.

Decir esto no equivale a que el psicoanálisis ya ha revelado los misterios últimos de la vida humana. Ha abierto la puerta que conduce a la vida interior del hombre y permitido reconocer la existencia de unos pocos objetos que están cerca de ella, aunque los que yacen más profundamente están todavía velados por la oscuridad.

Ha dejado pasar un poco de luz a través de las tinieblas, de modo que ahora podemos distinguir los contornos de ciertos objetos, describir algunos mecanismos usados por la realidad última que no podemos expresar. Nuestra ciencia es todavía muy joven y la investigación futura probará sin duda que las líneas con que ahora tratamos de esbozar estos objetos no estaban totalmente bien dibujadas. Pero la perspectiva de que los detalles de las concepciones presentes resulten modificados más adelante, no debe impedirnos utilizarlas. La obra de Newton no se volvió inútil porque después apareciera Einstein, y si no hubiera sido por él, probablemente no habría habido un Einstein. Por eso emplearemos, como cosa corriente, determinados teoremas desarrollados por el psicoanálisis a partir de los hechos que ha descubierto y en los cuales ahora pide se crea. Nos parece necesario exponer, lo más brevemente posible, unas pocas de estas concepciones y suposiciones antes de encarar el problema psicológico planteado por la personalidad de Wilson.

Empezamos con el axioma de que en la vida psíquica del hombre, desde el nacimiento, actúa una fuerza que llamaremos libido y definimos como la energía de Eros.

La libido debe acumularse en alguna parte. Pensamos que "carga" ciertas áreas y partes de nuestro aparato psíquico, como una corriente eléctrica a una batería o un acumulador; como una carga de electricidad, está sujeta a alteraciones cuantitativas; si permanece sin descarga, muestra una tensión proporcional a la cantidad de energía acumulada y busca una salida; además, es continuamente alimentada y renovada por generadores físicos.

La libido se almacena primero en el amor por uno mismo: narcisismo. Esta fase es claramente visible en un bebé. Sus intereses se limitan a las acciones y productos de su propio cuerpo. Encuentra en sí mismo todas sus fuentes de placer. Es cierto que aun un niño no deseado tiene un objeto amoroso: el pecho de su madre. Sin embargo, lo único que puede hacer es introyectar este objeto dentro de sí y tratarlo como a una parte de sí mismo.

En contraste con el narcisismo ubicarnos el amor objetal. De vez en cuando, un adulto conserva una condición semejante al narcisismo del recién nacido; nos parece entonces un egoísta monstruoso, incapaz de amar a nadie y a nada fuera de sí mismo; pero normalmente en el transcurso de la vida, una parte de la libido se dirige hacia objetos externos; otra parte continúa adherida a uno mismo. El narcisismo es la primera morada de la libido y sigue siendo su hogar más duradero. En diferentes individuos la proporción entre amor narcisista y amor objetal varía muchísimo; la carga principal de libido se puede almacenar en uno mismo o en objetos, pero no existe nadie que carezca por completo del amor a sí mismo.

Nuestro segundo teorema afirma: todos los seres humanos son bisexuales. Todo individuo, sea hombre o mujer, se compone de elementos masculinos y femeninos. El psicoanálisis ha establecido este hecho con tanta firmeza como la química la presencia de oxígeno, hidrógeno, carbón y otros elementos en todos los cuerpos orgánicos.

Cuando ya se ha vivido la fase primaria del narcisismo puro y los objetos amorosos han comenzado a jugar su papel, la libido empieza a cargar tres acumuladores: narcisismo, masculinidad, femineidad. Como expresiones de femineidad consideramos todos aquellos deseos caracterizados por la pasividad, sobre todo la necesidad de ser amado, y además la inclinación a someterse a otros, que llegan al extremo en el masoquismo, el deseo de ser herido por los otros. Por el contrario, llamamos masculinos a todos los deseos que se caracterizan por la actividad, como el de amar y el de obtener poder sobre otros hombres, controlar el mundo exterior y alterarlo de acuerdo con los propios deseos. Es decir que asociamos masculinidad con actividad y femineidad con pasividad.

Los objetos amorosos primarios que encuentra el niño son su madre y su padre o sus sustitutos. Sus primerísimas relaciones con ellos son de naturaleza pasiva: el niño es cuidado y acariciado, guiado por sus órdenes y castigado por los mismos. La libido del niño se descarga primero en estas relaciones pasivas. Luego se puede observar una reacción por su parte. Quiere dar a sus padres lo que ha recibido, volverse activo hacia ellos, acariciarlos, darles órdenes y vengarse de ellos. Desde entonces, además del narcisismo, existen cuatro salidas abiertas a su libido, a través de la pasividad hacia el padre y la madre y la actividad hacia ellos. De esta situación surge el complejo de Edipo.

Para poder explicarlo debemos introducir el tercer axioma del psicoanálisis, un supuesto de la teoría de los instintos, que afirma que en la vida psíquica del hombre actúan dos instintos principales: Eros, es decir el amor en el sentido más amplio, a cuya energía hemos llamado libido, y otro instinto al que hemos denominado, según su meta final, el Instinto de Muerte. Este último se muestra ante nosotros como un impulso de atacar y destruir. Se opone a Eros, quien se esfuerza siempre por producir unidades más y más amplias, que la libido mantiene reunidas. Ambos instintos están presentes simultáneamente desde el principio en la vida psíquica, y rara vez o nunca aparecen en forma pura sino que están, regularmente, amalgamados en proporciones que varían.

Así, lo que se nos aparece como masculinidad y femineidad nunca consta solamente de libido, sino que lleva siempre consigo cierto elemento adicional, el deseo de atacar y destruir. Suponemos que éste es mucho mayor en el caso de la masculinidad que en el caso de la femineidad; pero no falta en esta última.

Subrayemos una vez más el hecho de que toda carga de libido trae consigo un poco de agresión, y volvamos al complejo de Edipo. Pero discutiremos sólo el complejo de Edipo en el niño varón.

Hemos notado que la libido del niño carga cinco acumuladores: el narcisismo, la pasividad hacia la madre, la pasividad hacia el padre, la actividad hacia la madre y la actividad hacia el padre, y comienza a descargarse por medio de estos deseos. Un conflicto entre estas diferentes corrientes de libido produce el complejo de Edipo en el niño pequeño. Al principio no experimenta conflictos: halla satisfacción en la descarga de todos sus deseos y no le perturba su incompatibilidad. Pero gradualmente se hace difícil para el pequeño conciliar su actividad hacia sus padres con su pasividad hacia ellos, ya sea porque la intensidad de sus deseos ha aumentado o porque surge una necesidad de unificar o sintetizar todas estas corrientes divergentes de la libido.

Es especialmente difícil para el niño conciliar su actividad hacia la madre con su pasividad hacia el padre. Cuando quiere expresar plenamente su actividad hacia la madre, encuentra al padre en su camino. Desea entonces expulsarlo, como obstáculo a la posesión de la madre; pero por otro lado la carga de libido almacenada en la pasividad hacia su padre, hace que desee someterse a éste, aun hasta el punto de querer convertirse en una mujer, su propia madre, cuya posición respecto al padre desea ocupar. De esta fuente surge luego la identificación con la madre, que se vuelve un elemento permanente del inconsciente del niño. El deseo de desplazar al padre llega a ser irreconciliable con el deseo pasivo hacia él. Los deseos del niño están en conflicto. Entonces se obstaculiza la descarga de libido en todos sus acumuladores excepto el narcisismo y el niño se encuentra frente al conflicto que llamamos complejo de Edipo.

La solución de este complejo es el problema más difícil que afronta un ser humano en su desarrollo psíquico. En el caso del varón, el miedo desvía de la madre hacia el padre la mayor parte de la libido y su problema más importante es lo incompatible de su deseo de matar al padre con su igualmente ardiente deseo de someterse totalmente a él.

Un medio de escape del dilema mayor del complejo de Edipo, es empleado por todos los varones: la identificación con el padre. Viéndose igualmente incapaz de matar a su padre o de someterse totalmente a él, el niño encuentra una salida que se aproxima a la eliminación del rival y sin embargo elude el asesinato. Se identifica con él. Así satisface a la vez tanto los deseos tiernos como los hostiles. No sólo expresa su amor y admiración por su padre sino que también lo elimina al incorporarlo en sí mismo, como si fuera por un acto de canibalismo. Desde entonces él mismo es el gran padre admirado.

Este paso temprano de identificación hace comprensible la ambición posterior de sobrepasarlo y llegar a ser más grande que él, situación que percibimos frecuentemente en la juventud. El niño no se identifica con el padre tal como es en la vida real y tal como lo reconocerá más adelante, sino con uno cuyos poderes y virtudes han tenido una extraordinaria expansión y cuyas debilidades y faltas han sido negadas. Así es tal como aparece ante el niño. Más adelante, comparado con ese personaje ideal, el padre real debe necesariamente parecer pequeño, y cuando un joven desea convertirse en un hombre más grande que su padre, simplemente se aleja de él tal como es en la vida y se vuelve hacia la figura paterna de su infancia.

Como resultado de su incorporación en el niño, este padre todopoderoso, omnisciente, todo-virtuoso, de la niñez, se transforma en un poder psíquico interno al que llamamos en psicoanálisis el Ideal del Yo o Superyó. El Superyó se manifiesta durante el resto de la vida mediante órdenes y prohibiciones. Su papel negativo de prohibir es conocido por todos bajo el nombre de conciencia. Su papel positivo de ordenar es tal vez menos fácil de percibir pero seguramente más importante. Se expresa mediante todas las aspiraciones conscientes e inconscientes del individuo. Así a partir del deseo insatisfecho del niño de matar a su padre, surge la identificación con él, el Ideal del Yo y el Superyó.

Por cierto que el establecimiento del Superyó no resuelve todas las dificultades del complejo de Edipo, pero crea un acumulador para cierta parte de la corriente de libido que originariamente era de actividad agresiva contra el padre. En cambio, se vuelve una fuente de nuevas dificultades que desde entonces tiene que encarar el Yo. Pues durante el resto de la vida el Superyó amonesta, censura, reprime y se esfuerza por aislar y apartar de su meta todos los deseos de la libido que no satisfacen sus ideales. En muchos seres humanos esta lucha en el Yo entre la libido y el Superyó no es fuerte, ya sea porque la libido es endeble y se deja guiar fácilmente por el Superyó o porque éste es tan débil que sólo puede quedarse mirando mientras la libido sigue su propio camino; o porque no se han exaltado los ideales del Superyó por encima de las limitaciones de la naturaleza humana, de modo que no exige de la libido más de lo que ella está dispuesta a conceder. Esta última variedad de Superyó es agradable para la persona que la hospeda, pero tiene la desventaja de que permite el desarrollo de un ser humano muy vulgar. Un Superyó que no exige mucho de la libido, obtiene poco; el hombre que espera poca cosa de sí mismo, obtiene un mínimo.

En el extremo opuesto está el Superyó cuyos ideales son tan grandiosos que exigen al Yo lo imposible. Un Superyó de esta especie produce algunos grandes hombres y muchos psicóticos y neuróticos. Es fácil comprender de qué manera se desarrolla tal Superyó. Hemos notado que todo niño tiene una idea exagerada de la grandeza y el poder de su padre. En muchos casos esta exageración es tan excesiva que el padre con quien se identifica el pequeño, cuya imagen llega a ser su Superyó, equivale al Mismo Padre Todopoderoso: Dios. Tal Superyó continuamente exige al Yo lo imposible. No importa qué realice el Yo verdaderamente en la vida: el Superyó nunca está satisfecho con la realización. Amonesta incesantemente: ¡Debes hacer que lo imposible sea posible! ¡Puedes llevar a cabo lo imposible! ¡Eres el Hijo Bienamado del Padre! ¡Eres el Padre mismo! ¡Eres Dios!

Un Superyó de este tipo no es una rareza. El psicoanálisis puede atestiguar que la identificación del padre con Dios es un suceso normal, aunque no común, en la vida psíquica. Cuando el hijo se identifica con su padre y a éste con Dios, y erige a ese padre como su Superyó, siente que tiene a Dios dentro de él, que él mismo se volverá Dios. Todo lo que haga será correcto, puesto que Dios Mismo lo hace. La cantidad de libido que carga esta identificación llega a ser tan grande en algunos seres humanos, que pierden la capacidad de reconocer la existencia de hechos que le son contrarios en el mundo real. Terminan en el manicomio. Pero el hombre cuyo Superyó se basa sobre esta suposición, si conserva un pleno respeto por los hechos y la realidad y posee capacidades, puede realizar grandes cosas. Su Superyó exige mucho y lo obtiene.

Adaptarse al mundo real es naturalmente una de las tareas principales de todo ser humano. No es fácil para un niño. Ninguno de los deseos de su libido puede obtener plena satisfacción en el mundo real. Todo ser humano tiene que alcanzar esa conciliación. La persona que falla enteramente en la realización de esta tarea, cae en la psicosis, la insanía. La que sólo es capaz de alcanzar un arreglo parcial y por lo tanto inestable del conflicto, se vuelve neurótica. Sólo el hombre que alcanza una adaptación total llega a ser un ser humano normal, sano. Es cierto que debemos agregar que la solución del conflicto nunca es tan completa que no pueda desmoronarse bajo la presión de suficientes factores externos negativos. Decimos justificadamente que todos los hombres son más o menos neuróticos. Sin embargo en algunos el arreglo está basado sobre cimientos tan firmes que pueden soportar grandes desgracias sin caer en la neurosis, mientras que a otros el mero sufrimiento de una ligera adversidad los induce a manifestar síntomas neuróticos.

Todo Yo humano es el resultado del esfuerzo por resolver estos conflictos: entre los deseos divergentes de la libido, y los conflictos de la libido con las exigencias del Superyó y con los hechos del mundo real. El tipo de adaptación que se establece finalmente queda determinado por la fuerza relativa de la masculinidad y femineidad innatas del individuo y por las experiencias a las cuales ha sido sometido en la primera infancia. El producto final de todos estos intentos de ajuste es la personalidad.

Unificar los deseos de la libido entre ellos y con las órdenes del Superyó y las exigencias del mundo exterior es, como dijimos, una tarea nada fácil para el Yo: todos los instintos deben ser satisfechos de alguna manera; el Superyó insiste en sus órdenes y no puede uno evadirse de la adaptación a la realidad. Para realizar esta tarea el Yo emplea, cuando es imposible la satisfacción directa de la libido, tres mecanismos: represión, identificación y sublimación.

La represión es el método de negar la existencia del deseo instintivo que exige satisfacción, tratándolo como si no existiera, relegándolo al inconsciente y olvidándolo.

La identificación trata de satisfacer el deseo instintivo transformando al Yo mismo en el objeto deseado, de modo que uno mismo representa tanto al sujeto que desea como al objeto deseado.

La sublimación es el método que consiste en dar al deseo instintivo una satisfacción parcial sustituyendo su objeto inaccesible por uno relacionado, no desaprobado por el Superyó o el mundo exterior; así el deseo instintivo se transfiere desde su meta y objeto más satisfactorio pero inadmisible, a uno que es tal vez menos satisfactorio pero más fácilmente accesible.

La represión es el menos eficaz de estos métodos para alcanzar la deseada solución del conflicto, porque a la larga es imposible desatender los deseos instintivos. Al fin la presión llega a ser demasiado grande, la represión se viene abajo y la libido sale bruscamente. Además, la intensidad de la libido reprimida aumenta muchísimo con la represión, dado que no sólo queda aislada de toda descarga sino también apartada del influjo moderador de la razón, que toma en cuenta la realidad. La represión puede llegar a hacer que la libido finalmente no se descargue por medio de su objeto original sino que se vea obligada a abrir violentamente una nueva salida y arrojarse sobre un objeto diferente.

Por ejemplo, un niño que reprime completamente su hostilidad hacia su padre, no se libera con eso de su deseo instintivo de matarlo. Al contrario, tras el dique de la represión, su actividad agresiva contra el padre aumenta hasta que su presión se vuelve demasiado fuerte para el aislante. La represión se viene abajo, la hostilidad hacia el padre explota y se lanza ya contra el padre mismo, ya contra algún sustituto, alguien que de alguna manera se le parece y por lo tanto puede ser usado como su representante.

La hostilidad hacia el padre es inevitable para cualquier niño que tenga la más mínima pretensión de masculinidad. Y si un hombre ha reprimido completamente este impulso instintivo en la niñez, invariablemente caerá en su vida posterior en relaciones hostiles con padres sustitutos. Desplegará esta hostilidad la merezcan o no. Ellos la atraen sobre sí por el mero accidente de que, de alguna manera, le recuerdan a su padre. En tales casos su hostilidad surge casi enteramente de él mismo y no tiene una fuente externa desencadenante importante. Si sucede que además tiene una causa real de hostilidad, entonces la reacción emocional se vuelve excesiva y su agresión se expande fuera de toda proporción con la causa externa. Generalmente este tipo de hombre encuentra difícil mantener relaciones amistosas con otros hombres de su misma posición, poder y capacidades, y le será imposible cooperar con personas que lo superen; está obligado a odiarlos.

No podemos dejar el tema de la represión sin llamar la atención sobre la técnica que emplea el Yo para asegurar el éxito de los actos individuales de represión. Con este fin, el Yo construye formaciones reactivas, generalmente mediante el refuerzo de impulsos que son los opuestos de aquellos que hay que reprimir. Así por ejemplo, a partir de la represión de la pasividad hacia el padre puede surgir un hiperdesarrollo de la masculinidad, que puede exteriorizarse en un rechazo arrogante de todo padre sustituto. La vida psíquica del hombre es extremadamente complicada. Las reacciones contra impulsos instintivos reprimidos juegan un papel tan grande en la construcción de la personalidad como las dos identificaciones primarias con el padre y la madre.

El método de identificación, que el Yo emplea para satisfacer los deseos de la libido, es un mecanismo muy útil y usado. Ya hemos explicado como la identificación con el padre y el Superyó se desarrollan a partir de la actividad agresiva hacia el primero; todos los seres humanos emplean diariamente otras innumerables identificaciones. Un niño al que le han quitado su gatito puede compensar la pérdida de este objeto amoroso, identificándose con el gatito: arrastrándose, maullando, comiendo del suelo. Un niño que está acostumbrado a que su padre lo lleve sobre sus hombros "jugando al caballito", si éste está ausente del hogar por mucho tiempo, puede colocar un muñeco sobre sus propios hombros y llevarlo como su padre a él, jugando así a que él es su padre. Un hombre que ha perdido a una mujer amada puede tratar, hasta que encuentra un nuevo amor, de reemplazar él mismo al objeto amoroso perdido. Descubriremos un ejemplo instructivo de tal mecanismo en la vida de Wilson. El hombre cuya pasividad hacia el padre no puede encontrar ninguna descarga directa, a menudo se ayuda con una doble identificación. Se identificará con su padre y encontrará un hombre mas joven a quien identificará consigo mismo; entonces le dará el género de amor que la pasividad insatisfecha hacia su padre le hace desear obtener de éste. En muchos casos un hombre cuya pasividad hacia el padre no ha encontrado una salida directa, la descarga por medio dé la identificación con Jesucristo. El psicoanálisis ha descubierto qué esta identificación está presente en todas las personas enteramente normales.

Hay todavía otra vía para un arreglo final del problema del padre en el complejo de Edipo, que conduce a una doble identificación. Cuando el niño se vuelve hombre y él mismo ha engendrado un hijo, identifica a éste consigo mismo cuando niño y se identifica él con su propio padre. Así su pasividad hacia él encuentra su descarga a través de la relación con su hijo. Le da el amor que en su niñez ansiaba recibir de su propio padre. Esta solución del dilema principal del complejo de Edipo, es la única normal, ofrecida por la naturaleza, pero requiere que uno tenga un hijo. Así la pasividad hacia el padre se agrega a todos los otros motivos por los que se desea tener un hijo.

Ya hemos mencionado que una identificación con la madre surge de la pasividad hacia el padre. Ahora debemos llamar la atención hacia un refuerzo de esta identificación que sucede cuando, en la época de la disolución del complejo de Edipo, el niño deja de lado a su madre como objeto amoroso. Transfiere una parte de sus deseos referentes a ella, tanto pasivos como activos, a otras mujeres que la representan; pero estos deseos nunca son plenamente satisfechos por los sustitutos y la identificación con la madre sirve para almacenar esta libido insatisfecha, usando el mecanismo que ya describimos, el niño compensa la pérdida de la madre identificándose con ella. Luego durante el resto de su vida, dará a otros hombres que lo representan a él cuando niño, una parte pequeña o grande del amor que él cuando niño deseaba recibir de su propia madre.

La sublimación, el tercer método empleado por el Yo para resolver sus conflictos involucra, como hemos notado, el reemplazo de los objetos originales de la libido por otros que no estén desaprobados por el Superyó o por la sociedad. Este reemplazo se logra por la transferencia de la libido de un objeto a otro. Por ejemplo, el niño desvía una parte de su libido, de la madre hacia las hermanas, si tiene, y después a sus primas o amigas de sus hermanas, y luego a mujeres que están fuera del grupo familiar, de quienes se enamora, hasta que por este camino finalmente encuentra esposa. Cuanto más se parezca su esposa a su madre, más rica será la corriente de libido que fluya hacia su matrimonio; pero muchos impulsos hostiles instintivos, que tienden a destruir el matrimonio, se aferran también a estas relaciones maternales.

Los seres humanos emplean innumerables sublimaciones para descargar la libido y a ellas debemos los más altos logros de la civilización. Deseos insatisfechos de la libido, sublimados, se transforman en arte y literatura. La sociedad humana misma se mantiene unida por libido sublimada, ya que la pasividad del niño hacia el padre se transforma en amor al prójimo y deseo de servir a la humanidad. Si a veces parece que la bisexualidad de los seres humanos es una gran desgracia y la fuente de problemas sin fin, hay que recordar que sin ella la sociedad humana no podría existir en absoluto. Si el hombre hubiera sido exclusivamente actividad agresiva y la mujer pasividad, la raza humana hubiera dejado de existir mucho antes de los albores de la historia, ya que los hombres se hubieran asesinado mutuamente hasta el último.

Antes de cerrar esta breve exposición de algunos de los principios fundamentales del psicoanálisis, parece conveniente describir unos pocos descubrimientos más.

Toda obstaculización de la descarga de libido, produce una cantidad de energía psíquica y un aumento de presión en el acumulador respectivo, que puede extenderse a otros acumuladores. La libido tiende siempre a almacenarse y a descargarse y no puede ser embalsada permanentemente ni elevada por encima de ciertos niveles. Si no puede lograr el almacenamiento y descarga mediante un acumulador determinado, lo hace mediante otros.

La intensidad o, para seguir nuestra comparación, la cantidad de libido varía muchísimo en diferentes individuos. Algunos poseen una libido tremendamente poderosa, otros, una muy débil. La libido de algunos se puede comparar con la energía eléctrica producida por las enormes dínamos de una estación central de energía, mientras que la de otros se asemejaría a la débil corriente que genera el magneto de un automóvil.

La libido abandonará siempre una salida si se le abre otra más cercana a los impulsos originales instintivos, a condición de que la resistencia del Superyó y del mundo exterior, no sea mayor en el caso de la nueva salida. Por ejemplo, siempre estará dispuesta a abandonar una sublimación si puede encontrar otra más parecida a su objeto original.

Tal vez sea una ley o al menos es un fenómeno muy frecuente, que un ser humano dirige una considerable dosis de odio hacia la persona que ama con especial intensidad y una considerable dosis de amor hacia la persona que odia con particular intensidad. Uno u otro de estos impulsos instintivos antitéticos queda reprimido, totalmente o en parte, en el inconsciente. Llamamos a esto el hecho o principio de ambivalencia.

El nacimiento de un hermano menor produce regularmente determinada reacción en un niño: se siente traicionado por su padre y su madre. Puede transferir totalmente o en parte el reproche de traición y el odio a los padres hacia el hermanito. El niño que se desarrolla normalmente se libera de este odio y del sentimiento de traición mediante una identificación típica: se transforma en padre del niño y a éste en él mismo. Pero en un desarrollo menos normal el reproche de traición permanece adherido al hermano menor y el mayor continúa sospechando durante toda su vida que los amigos que representarán más tarde a aquél, lo traicionarán también.

El sentimiento de traición recién descripto surge de la frustración de deseos tanto activos como pasivos de la libido; pero algo mucho más grave puede surgir de la represión de la pasividad hacia el padre. Puede llevar a los hombres a la forma persecutoria de paranoia: la manía de persecución. Generalmente el que sufre de manía persecutoria cree ser perseguido y traicionado por la persona a quien ama más intensamente. A menudo la manía de traición y persecución no se basa en ningún hecho sino que emana solamente de la necesidad de escapar de la persona amada, porque el amado excita pero no satisface la pasividad del enfermo. Si el que sufre puede creer que la persona que ama tan ardientemente lo traiciona y persigue, entonces es capaz de poner odio en lugar de amor, y de huir de la persona amada. Es fácil encontrar la fuente de todos los casos de desconfianza injustificada y de manía de persecución, en una pasividad reprimida hacia el padre.

Las frustraciones y desgracias de cualquier clase tienden a llevar de vuelta la libido hacia moradas previas: por ejemplo, desde las sublimaciones hacia los objetos originales de deseo. A esto lo llamamos regresión.

En el transcurso de la vida humana puede suceder que el desarrollo psíquico se detenga de golpe y termine en vez de continuar su evolución. En tal caso alguna experiencia arrolladora ha forzado a la libido a introducirse en acumuladores a los que se aferra hasta la muerte o la desintegración mental. Llamamos a esto fijación.
S.F.

lunes, 3 de febrero de 2014

GILLES DELEUZE

LA LITERATURA Y LA VIDA (fragmento)

Escribir indudablemente no es imponer una forma (de expresión) a una materia vivida. La literatura se decanta más bien hacia lo informe, o lo inacabado, como dijo e hizo Gombrowicz. Escribir es un asunto de devenir, siempre inacabado, siempre en curso, y que desborda cualquier materia vivible o vivida. Es un proceso, es decir un paso de Vida que atraviesa lo vivible y lo vivido. La escritura es inseparable del devenir; escribiendo, se deviene–mujer, se deviene–animal o vegetal, se deviene–molécula hasta devenir–imperceptible. Estos devenires se eslabonan unos con otros de acuerdo con una sucesión particular, como en una novela de Le Clézio, o bien coexisten a todos los niveles, de acuerdo con unas puertas, unos umbrales y zonas que componen el universo entero, como en la obra magna de Lovecraft. El devenir no funciona en el otro sentido, y no se deviene Hombre, en tanto que el hombre se presenta como una forma de expresión dominante que pretende imponerse a cualquier materia, mientras que mujer, animal o molécula contienen siempre un componente de fuga que se sustrae a su propia formalización. La vergüenza de ser un hombre, ¿hay acaso alguna razón mejor para escribir? Incluso cuando es una mujer la que deviene, ésta posee un devenir–mujer, y este devenir nada tiene que ver con un estado que ella podría reivindicar. Devenir no es alcanzar una forma (identificación, imitación, Mimesis), sino encontrar la zona de vecindad, de indiscernibilidad o de indiferenciación tal que ya no quepa distinguirse de una mujer, de un animal o de una molécula: no imprecisos ni generales, sino imprevistos, no preexistentes, tanto menos determinados en una forma cuanto que se singularizan en una población. Cabe instaurar una zona de vecindad con cualquier cosa a condición de crear los medios literarios para ello, como con el áster según André Dhôtel. Entre los sexos, los géneros o los reinos, algo pasa. El devenir siempre está «entre»: mujer entre las mujeres, o animal entre otros animales. Pero el artículo indefinido sólo surge si el término que hace devenir resulta en sí mismo privado de los caracteres formales que hacen decir el, la(«el animal aquí presente»...). Cuando Le Clézio deviene–indio, es siempre un indio inacabado, que no sabe «cultivar el maíz ni tallar una piragua»: más que adquirir unos caracteres formales, entra en una zona de vecindad. De igual modo, según Kafka, el campeón de natación que no sabía nadar. Toda escritura comporta un atletismo. Pero, en vez de reconciliar la literatura con el deporte, o de convertir la literatura en un juego olímpico, este atletismo se ejerce en la huida y la defección orgánicas: un deportista en la cama, decía Michaux. Se deviene tanto más animal cuanto que el animal muere; y, contrariamente a un prejuicio espiritualista, el animal sabe morir y tiene el sentimiento o el presentimiento correspondiente. La literatura empieza con la muerte del puerco espín, según Lawrence, o la muerte del topo, según Kafka: «nuestras pobres patitas rojas extendidas en un gesto de tierna compasión». Se escribe para los terneros que mueren, decía Moritz. La lengua ha de esforzarse en alcanzar caminos indirectos femeninos, animales, moleculares, y todo camino indirecto es un devenir mortal. No hay líneas rectas, ni en las cosas ni en el lenguaje. La sintaxis es el conjunto de caminos indirectos creados en cada ocasión para poner de manifiesto la vida en las cosas.

Escribir no es contar los recuerdos, los viajes, los amores y los lutos, los sueños y las fantasías propios. Sucede lo mismo cuando se peca por exceso de realidad, o de imaginación: en ambos casos, el eterno papá y mamá, estructura edípica, se proyecta en lo real o se introyecta en lo imaginario. Es el padre lo que se va a buscar al final del viaje, como dentro del sueño, en una concepción infantil de la literatura. Se escribe para el propio padre–madre. Marthe Robert ha llevado hasta sus últimas consecuencias esta infantilización, esta psicoanalización de la literatura, al no dejar al novelista más alternativa que la de Bastardo o de Criatura abandonada. Ni el propio devenir–animal está a salvo de una reducción edípica, del tipo «mi gato, mi perro». Como dice Lawrence, «si soy una jirafa, y los ingleses corrientes que escriben sobre mí son perritos cariñosos y bien enseñados, a eso se reduce todo, los animales son diferentes... ustedes detestan instintivamente al animal que yo soy». Por regla general, las fantasías de la imaginación suelen tratar lo indefinido únicamente como el disfraz de un pronombre personal o de un posesivo: «están pegando a un niño» se transforma enseguida en «mi padre me ha pegado». Pero la literatura sigue el camino inverso, y se plantea únicamente descubriendo bajo las personas aparentes la potencia de un impersonal que en modo alguno es una generalidad, sino una singularidad en su expresión más elevada: un hombre, una mujer, un animal, un vientre, un niño... Las dos primeras personas no sirven de condición para la enunciación literaria; la literatura sólo empieza cuando nace en nuestro interior una tercera persona que nos desposee del poder de decir Yo (lo «neutro» de Blanchot).
Indudablemente, los personajes literarios están perfectamente individualizados, y no son imprecisos ni generales; pero todos sus rasgos individuales los elevan a una visión que los arrastran a un indefinido en tanto que devenir demasiado poderoso para ellos: Achab y la visión de Moby Dick. El Avaro no es en modo alguno un tipo, sino que, a la inversa, sus rasgos individuales (amar a una joven, etc.) le hacen acceder a una visión, ve el oro, de tal forma que empieza a huir por una línea mágica donde va adquiriendo la potencia de lo indefinido: un avaro..., algo de oro, más oro... No hay literatura sin tabulación, pero, como acertó a descubrir Bergson, la tabulación, la función fabuladora, no consiste en imaginar ni en proyectar un mí mismo. Más bien alcanza esas visiones, se eleva hasta estos devenires o potencias.

No se escribe con las propias neurosis. La neurosis, la psicosis no son fragmentos de vida, sino estados en los que se cae cuando el proceso está interrumpido, impedido, cerrado. La enfermedad no es proceso, sino detención del proceso, como en el «caso de Nietzsche». Igualmente, el escritor como tal no está enfermo, sino que más bien es médico, médico de sí mismo y del mundo. El mundo es el conjunto de síntomas con los que la enfermedad se confunde con el hombre. La literatura se presenta entonces como una iniciativa de salud: no forzosamente el escritor cuenta con una salud de hierro (se produciría en este caso la misma ambigüedad que con el atletismo), pero goza de una irresistible salud pequeñita producto de lo que ha visto y oído de las cosas demasiado grandes para él, demasiado fuertes para él, irrespirables, cuya sucesión le agota, y que le otorgan no obstante unos devenires que una salud de hierro y dominante haría imposibles. De lo que ha visto y oído, el escritor regresa con los ojos llorosos y los tímpanos perforados. ¿Qué salud bastaría para liberar la vida allá donde esté encarcelada por y en el hombre, por y en los organismos y los géneros? Pues la salud pequeñita de Spinoza, hasta donde llegara, dando fe hasta el final de una nueva visión a la cual se va abriendo al pasar.

La salud como literatura, como escritura, consiste en inventar un pueblo que falta. Es propio de la función fabuladora inventar un pueblo. No escribimos con los recuerdos propios, salvo que pretendamos convertirlos en el origen o el destino colectivos de un pueblo venidero todavía sepultado bajo sus traiciones y renuncias. La literatura norteamericana tiene ese poder excepcional de producir escritores que pueden contar sus propios recuerdos, pero como los de un pueblo universal compuesto por los emigrantes de todos los países. Thomas Wolfe «plasma por escrito toda América en tanto en cuanto ésta pueda caber en la experiencia de un único hombre». Precisamente, no es un pueblo llamado a dominar el mundo, sino un pueblo menor, eternamente menor, presa de un devenir–revolucionario. Tal vez sólo exista en los átomos del escritor, pueblo bastardo, inferior, dominado, en perpetuo devenir, siempre inacabado. Un pueblo en el que bastardo ya no designa un estado familiar, sino el proceso o la deriva de las razas. Soy un animal, un negro de raza inferior desde siempre. Es el devenir del escritor. Kafka para Centroeuropa, Melville para América del Norte presentan la literatura como la enunciación colectiva de un pueblo menor, o de todos los pueblos menores, que sólo encuentran su expresión en y a través del escritor. Pese a que siempre remite a agentes singulares, la literatura es disposición colectiva de enunciación. La literatura es delirio, pero el delirio no es asunto del padre–madre: no hay delirio que no pase por los pueblos, las razas y las tribus, y que no asedie a la historia universal. Todo delirio es histórico–mundial, «desplazamiento de razas y de continentes». La literatura es delirio, y en este sentido vive su destino entre dos polos del delirio. El delirio es una enfermedad, la enfermedad por antonomasia, cada vez que erige una raza supuestamente pura y dominante. Pero es el modelo de salud cuando invoca esa raza bastarda oprimida que se agita sin cesar bajo las dominaciones, que resiste a todo lo que la aplasta o la aprisiona, y se perfila en la literatura como proceso. Una vez más así, un estado enfermizo corre el peligro de interrumpir el proceso o devenir; y nos encontramos con la misma ambigüedad que en el caso de la salud y el atletismo, el peligro constante de que un delirio de dominación se mezcle con el delirio bastardo, y acabe arrastrando a la literatura hacia un fascismo larvado, la enfermedad contra la que está luchando, aun a costa de diagnosticarla dentro de sí misma y de luchar contra sí misma. Objetivo último de la literatura: poner de manifiesto en el delirio esta creación de una salud, o esta invención de un pueblo, es decir una posibilidad de vida. Escribir por ese pueblo que falta («por» significa menos «en lugar de» que «con la intención de»).

Lo que hace la literatura en la lengua es más manifiesto: como dice Proust, traza en ella precisamente una especie de lengua extranjera, que no es otra lengua, ni un habla regional recuperada, sino un devenir–otro de la lengua, una disminución de esa lengua mayor, un delirio que se impone, una línea mágica que escapa del sistema dominante. Kafka pone en boca del campeón de natación: hablo la misma lengua que usted, y no obstante no comprendo ni una palabra de lo que está usted diciendo. Creación sintáctica, estilo, así es ese devenir de la lengua: no hay creación de palabras, no hay neologismos que valgan al margen de los efectos de sintaxis dentro de los cuales se desarrollan. Así, la literatura presenta ya dos aspectos, en la medida en que lleva a cabo una descomposición o una destrucción de la lengua materna, pero también la invención de una nueva lengua dentro de la lengua mediante la creación de sintaxis. «La única manera de defender la lengua es atacarla... Cada escritor está obligado a hacerse su propia lengua...» Diríase que la lengua es presa de un delirio que la obliga precisamente a salir de sus propios surcos. En cuanto al tercer aspecto, deriva de que una lengua extranjera no puede labrarse en la lengua misma sin que todo el lenguaje a su vez bascule, se encuentre llevado al límite, a un afuera o a un envés consistente en Visiones y Audiciones que ya no pertenecen a ninguna lengua. Estas visiones no son fantasías, sino auténticas Ideas que el escritor ve y oye en los intersticios del lenguaje, en las desviaciones de lenguaje. No son interrupciones del proceso, sino su lado externo. El escritor como vidente y oyente, meta de la literatura: el paso de la vida al lenguaje es lo que constituye las Ideas