martes, 30 de septiembre de 2014

SOMOS NUESTROS PROPIOS DEMONIOS

James Joyce le escribía a Nora, en 1904:
"Ahora me escribes y me preguntas qué demonios me pasaba la otra noche. Me mirabas como si estuvieras triste por algo que no había ocurrido y que habría podido gustarte"
A quién no le ocurrió alguna vez, o muchas veces, ser malinterpretado, ser objeto de un malentendido. Alguien que malinterpreta una frase, algún pasaje alguna carta, algún silbido de noche, algún encuentro, como si el recuerdo de ese encuentro lo turbara.
Continúa: "Anoche te hablé sarcásticamente, pero hablaba del mundo, no de ti. Soy enemigo de la bajeza y la esclavitud de la gente, no de ti. ¿No puedes advertir la sencillez que hay detrás de todos mis disfraces?"
A quién no le ocurrió alguna vez creerse "el mundo" y luego darse cuenta que el mundo es siempre más grande que uno y no puedo ingresar en él sino como vagabundo.
Cuando me encuentro con el otro que amo, por ejemplo, me siento fascinado. No logro clasificarlo porque es único para mí. Algo así como la imagen que responde a la especificidad de mi deseo. No puede ser nombrado por nada que ya esté nombrado, es absolutamente nuevo. Sin embargo, seguramente hemos amado y amaremos muchas veces en la vida, pero existe un rasgo común, por especial que sea mi deseo.
Ese a quien amo no tiene descripción ni definición, es alguien que, según R. Barthes hace temblar el mismo lenguaje. No puedo hablar de él ni sobre él. Todo atributo es falso porque es incalificable. Luego, me doy cuenta que tal originalidad no es ni el otro ni yo mismo, sino la relación. La originalidad de la relación es lo que se debería poder conquistar.
Otro ejemplo sería: cuando me siento herido por algo, esas heridas en realidad me vienen de aquello que clasifico empecinadamente, de lo que defino, es decir, del estereotipo.
Sin embargo estoy obligado a hacerme el enamorado como todo el mundo: de vez en cuando ponerme celoso, sentirme abandonado, frustrado. Pero cuando la relación es original, todo esto definible (fui abandonado), es eliminado, pues no tienen espacio, es una relación sin lugar. Es decir, por buscar la iluminación en el otro término perdiéndome la luz.
Nadie puede imaginar un mundo en el que el deseo dejara de turbamos definitivamente. Tendríamos que ponemos cada día un fin y el medio para llegar a esos fines en todos los casos es el trabajo. Sin trabajo ni siquiera existe el otro, la relación. No tengo con quién relacionarme. Esperar tener los medios para llegar al fin, es no llegar nunca al fin. La vida no puede ser reducida a los medios que la hacen posible, esto forma parte de la razón y el deseo siempre desafía a la razón.
La esencia del hombre siempre se basó en la sexualidad, no en la razón. Esto nos planta en la ambigüedad de la vida humana. Al respecto dice G. Bataille: "La violencia del deseo se halla en lo más hondo de mi corazón y al mismo tiempo esta violencia es el corazón de la muerte, se abre en mí."
Joyce concluye la carta: "¿Dónde estarás el sábado, el domingo, el lunes por la noche, para que no pueda verte?"


miércoles, 24 de septiembre de 2014

GERMÁN PARDO GARCÍA

PARAISO PERDIDO

Fui en esa casa el hijo bienamado.
Cuando los otros niños se alejaban
a cazar mariposas en el bosque,
yo quedaba en silencio, paralítico,
cual otra mariposa aprisionada
bajo la intimidad de una alacena.
Viví a la orilla del sepulcro, oyendo
devorarse a sí misinos los gusanos,
y adquirí desde entonces un sentido
larval de la existencia y de las cosas.
Al que la muerte besa desde niño,
será siempre un cadáver transeúnte.
Mi padre me acunaba y me decía:
¿cuándo vas a volar, hijo del aire?
Y al fin abrí las alas dolorosas.

Hoy tengo setenta años. Ya no existe
mi padre; y en la casa, único huésped,
el frío lastimero la transita.
Mas he vuelto y clamado: soy el águila
que retorna a morir donde naciera.

Estos muros son míos. Estas ruinas
por derecho natal me pertenecen.
Mi padre me las dio en su testamento,
y a la vez un turpial y un gallo mudo.
Yo soy el albañil de estas paredes
y el mezclador de cal y el hortelano.

Y quise entrar, sentarme en esos quicios,
comer lo que sobrara de esas frutas
y restaurar las duelas amarillas.
Mas un ángel nocturno v silencioso,
bajo la faz de un perro amenazante,
desnudó las espadas de sus dientes
y me negó la entrada al paraíso.